La prensa peruana ha tratado bien mi aparición y desarrollo como novelista. No he buscado nunca los fulgores de la publicidad para mi trabajo, porque pienso que la literatura no es un quehacer para crear divos y monstruos de papel, sino un medio para darle voz al que no la tiene. Hay muchas historias ocultas en nuestra literatura que solo pueden ser conocidas con el trabajo de los escritores.
Mis tres primeras novelas abordaron como tema central el barrio de la Unidad Vecinal número tres. Tenía otras historias, pero sentí la obligación moral de retratarla porque mi niñez, infancia y adolescencia la transcurrí allí. Después vinieron los pasos que di para convertirme en escritor: estudiar lenguaje y literatura como especialidades en mi carrera de profesor y luego doctorarme en Educación en La Cantuta.
Pero la vida me tenía otros planes trazados, la cátedra universitaria, el periodismo, la investigación científica fueron postergando y postergando la aparición de mis novelas.
Hasta que por la toma de la embajada peruana en Cuba, en 1980, el periódico en el que trabajaba me envió a cubrir esa información. Fue un hecho feliz, porque coincidí con escritores que me dejaron una impronta por publicar, un impulso definitivo. El primero de ellos fue Manuel Scorza. Nos hicimos amigos desde la primera conversación sobre literatura y le entregué mi novela en borrador, Toda una Vida. Al día siguiente nos reunimos nuevamente (en realidad estuvimos juntos todo ese mes compartiendo reuniones culturales y políticas) y me dijo: «Gabriel, deja todo y vente a Francia para consolidarte como escritor y que publiques en Europa». No podía dejar nada, mis hijos estaban pequeños, mi trabajo docente en San Marcos me apasionaba y tenía tareas periodísticas en Perú por delante.
Es que el trabajo de periodista (soy periodista profesional graduado en la Universidad Nacional del Altiplano) pulió mi pluma. Escribir cerca de veinte páginas diarias de reportajes, entrevistas, noticias deslizó mi pluma hacia la fecundidad del día a día. Ese vínculo entrañable con Manuel me abrió otras puertas, como las conversaciones con Gabriel García Márquez, que era su amigo, varios días seguidos, porque nos alojamos en el mismo hotel. Tomó diez años más publicar, pero cuando salió a luz mi primera novela, supe que cumpliría mi destino como escritor y que todo lo demás era para alimentar esa vocación. Gracias, Manuel.
Iré publicando estas historias y los artículos sobre mi obra, como una forma de agradecimiento a los críticos que la abordaron, a los amigos que quisieron decir algo sobre mi trabajo y a aquellos que buscaron, de toda forma posible, silenciar la aparición de mis novelas. Más pudo la nobleza de quienes me acogieron que la bilis de pequeños gnomos que arrugaban el rostro cada vez que aparecía una novela mía. Ya van ocho, pero en tiempos de pandemia he escrito dos más y voy por una tercera. Once novelas no es poca cosa.
Gracias a los amigos, gracias también a los gnomos, porque redoblan mis esfuerzos.
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