La especie humana, desde siempre, ha ido dejando huella de su impronta. Una veces involuntariamente, como las huellas de homínidos que han quedado marcadas como registro de su paso y otras, con plena voluntad, qué duda cabe, en cavernas usadas para su refugio, inscritas en la tierra como las de Nazca, o con la propia escritura por diversos medios.
¿Por qué dejamos este registro, que nos impulsa a eso? No soy ajeno a estas preguntas, porque desde niño quise ser escritor y, aunque me costó mucho serlo, porque no bastó que fuera un gran lector o que terminara una carrera, creo que la respuesta a estas preguntas es que individual y colectivamente buscamos trascender, es decir, pasar los límites de nuestro propio tiempo.
El título asignado a este artículo alude al registro de nuestros actos, a que en la vida vamos dejando una huella. Un libro sería un aporte personal, una biblioteca el aporte colectivo. En todos los oficios y profesiones dejamos huella y, aunque no todas las personas están interesadas en la marcha colectiva de la humanidad, algunos vamos dejando nuestra simiente para los que vienen.
Ahora, somos seres destructivos colectivamente y, aunque tenemos clara conciencia del daño que producimos, seguimos haciendo lo mismo. La naturaleza tiene también su disco duro y graba en sus cicatrices lo que le hacemos. Es como la lucha entre los conceptos del bien y el mal. Unos le hacen daño al planeta, otros lo cuidan; unos construyen y otros destruyen; unos crean, otros borran. Y así. El disco duro de la naturaleza hace tiempo nos tiene registrados y está devolviendo golpe a golpe las afrentas.
Qué será de nosotros dentro de cien años, dentro de mil años, porque nuestra creatividad es destructiva como especie. Tanto, que ya estamos mirando planetas y satélites para colonizarlos. Pero si destruimos aquí, también destruiremos allá. Por eso, creo que la gran pregunta encierra una gran interrogación para nuestra especie: ¿Qué hacer?
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