Mario Florián

A Mario Florián lo recuerdo siempre con admiración. Fue mi maestro en la universidad y un amigo entrañable después, del que aprendí no solo lecciones doctas, sino que el arte de escribir debe tener un compromiso ineludible con aquellos que no tienen voz.

Yo era todavía un joven estudiante de veinte años, cuando me llevó a la Asociación Nacional de Escritores y Artistas para presentarme a su presidente: nada menos que Ciro Alegría. Esa noche escuché una conversación sobre arte, literatura y política que quisiera repetir sin perder una palabra, pero ya no es posible volver sobre esos pasos.

Mario, don Mario, publicaba cada cierto tiempo un poemario o textos antropológicos con su propio peculio, con su sueldo de maestro secundario y universitario -demás está decir que de él aprendí que los trabajos que ensayamos deben publicarse, porque, si no, no existen-. Si digo que publicó más de una treintena en su vida de intelectual, me quedo corto. Si mal no recuerdo, Casa de las Américas le editó su poesía completa.

El maestro Florián era un hombre taciturno, serio, reflexivo, sabio y muy puntual para sus citas. Por muchos años lo visité en su casa de Pueblo Libre y salía con él a bibliotecas públicas en las que donaba sus libros para unos desconocidos lectores que, con seguridad, abundaban. Asistí al doctorado Honoris Causa que una universidad nacional le otorgó, y lo acompañaba también a algunos recitales y presentaciones de libros.

Creo tener su obra completa, dedicada con su pluma, lo que me ha obligado a la promesa de publicar alguna vez un libro que detalle su impronta literaria. El tiempo me gana, pero debo hacerlo. Es la única forma en que podré devolver la formación que recibí de mi maestro.